martes, 19 de junio de 2012

Poema de Elvira Daudet

Con este magistral poema de Elvira, y debido al retiro del verano, os deseo a todos unas magníficas vacaciones.

 
EL PRÍNCIPE POETA

 

      Te he pesado, poeta,
         y te he encontrado escaso de peso.
         Saint John Perse




 

Coronado de claridad sonora,
delgado y de marfil –como si nunca el viento
hubiera acariciado su rostro de camelia-,
llegó a la ceremonia con la altivez
del príncipe heredero reducido
a la escasez de un trono miserable.

 
La gracia concedida, la belleza
-que llevará consigo hasta el último aliento-,
le hacía propietario del manantial celeste
donde nace la luz aún balbuciente,
del botín de brillantes que cuelga de la noche,
del mar y su jauría de fieras y de mitos.
Más no era suficiente para calmar su fiebre:
quería los laureles del César en las sienes.

 
El orden de la cima es escarpado,
sus peldaños pulidos por el hielo
hacen la ascensión lenta, accidentada.
Los dioses que caminan contra el viento
saben que necesitan el favor de los hombres
para encontrar la gloria, esa burbuja aislante,
prenatal, y flotar seguros en su líquido,
fermento incubador de bienestar y fuerza.

 
Los poetas, como santos en trance de extinción,
corren de mano en mano, dentro de su capilla,
visitando el hogar de las beatas
para obtener las preces que les salven el rango,
el premio de prestigio –aún no conseguido
porque estaba Caín en el jurado-,
la dulzura de entrar en la Academia,
ser inmortal, vencer a las cenizas.

 
Poseía el secreto de recrear la esencia
que transforma y enciende como estrellas las piedras,
de arder como una llama en la carne radiante
y sacarle al amor chispas eternas.
Era, es todavía, un buen poeta,
aunque su imagen no le haga justicia
-feroz lección del tiempo que convierte
en ranas a los príncipes soberbios-,
que cincela hábilmente las palabras,
las mastica y tortura hasta que brota
el rubí prodigioso de su sangre.

 
Y sin embargo el hombre, que oculta tras los signos
como un íntimo saurio hollando los rosales,
nunca tuvo el peso de un gran sueño
ni escuchó los gemidos de otros hombres
cuando el alba se acerca tinta en sangre.
Cerrados los oídos al dolor, él soñaba
con su nombre salvado, abriendo los diarios.

 

 
Elvira Daudet
(de su libro Laberinto Carnal)